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El reino sagrado y atemporal de la maternidad

A través del cansancio extremo, el dolor, la soledad con el bebé nuestra percepción aumenta y podemos entrar en contacto con nuestras zonas oscuras. Estar horas en vela, dando el pecho, sosteniendo en brazos al bebé, nos acerca a nuestro Yo profundo, pudiendo vivir experiencias en las que nos damos cuenta de quién somos realmente y cuál es nuestro propósito vital.

Es otra vía para conectar con nuestra espiritualidad, porque estar presente con nuestro bebé es una gran meditación trascendental, una oportunidad para experimentar una transformación al vivir la pérdida de los límites y la desconexión de nuestra racionalidad. Son vivencias que despiertan miedos, pero no hay ningún peligro.

Si podemos dejar de hacer caso a nuestra mente que nos habla de algunas teorías adulto-céntricas sobre cómo es mejor criar a un bebé, si apartamos los miedos a no hacerlo bien, la culpa por nuestras equivocaciones y aprovechamos la presencia del bebé en nuestros brazos para fusionarnos sin más, es relativamente fácil encontrar la armonía con nuestro yo profundo.

Tener un niño pequeño en brazos es una puerta de acceso a las profundidades de nuestro ser.

Las madres tenemos miedo a las aguas oscuras de la propia psique, pero con el bebé en brazos conectamos con la compasión que se necesita para abrazar con AMOR esas partes sombrías que rechazamos y que han bloqueado nuestra capacidad para ser felices. El puerperio es un momento de liberación, es un camino para “volver a casa”.

Laura Gutman llama en la primera etapa a la madre “mamabebé” puesto que “es” mamá en la medida en que está fusionado con su bebé, y tiene su alma desdoblada en ella misma y en el propio recién nacido.

Vivimos nueve meses de embarazo intrauterino y otros nueve extrauterinos, que se observan en esa fusión emocional total entre mamá y bebé.

Las mamás viven la fusión con el bebé según su grado de equilibrio emocional y sus propias experiencias como bebés, según el tipo de apego que tuvieron con sus propias madres.

Los bebés y los niños pequeños son seres fusionases, puesto que para “ser” necesitan entrar en fusión emocional con los otros. Este estado fusional disminuye cuando su “Yo soy” va madurando en su interior. Sobre los dos o tres años comienza su separación emocional, vinculada al desarrollo del lenguaje verbal. El punto de partida del camino de separación emocional empieza cuando dicen “Yo”.

A los dos años ya tienen una concepción de sí mismos como seres separados de la madre

Criar un bebé nos genera ambivalencias, porque al igual que el bebé se fusiona con la mamá, también las madres nos fusionamos, convirtiéndonos en una “mamabebé” con sensaciones de que vamos a enloquecer, perdiendo nuestros roles habituales, nuestro antiguo lugar en el mundo, nuestros límites.

Pero esta fusión es imprescindible. Nos garantiza que daremos los cuidados necesarios pues estaremos en una sintonía perfecta, comprendiendo, traduciendo y vivenciando cada necesidad. Esta fusión, este desdoblamiento como madre es inevitable, pero hacernos conscientes de él y usarlo es una decisión personal.

La fusión, que es real y palpable en relación con el bebé, nos abre la puerta para fundirnos con todo lo vivo y sentir que todos somos uno. Durante el puerperio, donde la presencia de lo corporal es constante a través del pecho, el calor de los brazos…paradójicamente no importa la materia y el alma atraviesa todas las fronteras físicas. La consciencia se filtra silenciosamente a través de todo

La vivencia de la fusión emocional con el bebé y a través de él con el Todo, nos propone a veces un desvío en el propósito que creíamos tener en nuestra vida

Tatiana Muñoz

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